Serge Toubiana, Presidente de Unifrance, rinde homenaje a Michel Piccoli, fallecido el 12 de mayo, a los 94 años de edad.
Grandísimo Michel Piccoli, actor ingente, libre y transversal, abierto a todos los cines, el francés como el internacional, y a todas las aventuras cinematográficas.
Interpretó de todo, se atrevió con todo, para ponerse al servicio de los demás: de Luis Buñuel a Marco Ferreri, de Jean-Luc Godard a Claude Sautet, de Marco Bellocchio a Manoel De Oliveira, pasando por Youssef Chahine, Yves Boisset, Claude Chabrol, Claude Lelouch, Jacques Rouffio, Alain Cavalier, Francis Girod, Jacques Rivette, Michel Deville, Jacques Doillon, Agnès Varda y Jacques Demy, entre tantos otros, fluyendo majestuosa e humildemente por la mirada de los demás, aportando su libertad, curiosidad, disponibilidad y apetito por las aventuras artísticas más atrevidas. La presentación de La Gran comilona en el Festival de Cannes en el año 1973, permancerá como uno de los mayores escándalos cinematográficos de la posguerra. Piccoli y sus amigos Mastroianni, Tognazzi y Noiret, sin olvidar a Andréa Ferréol, se propusieron firmemente formar piña junto a su mentor, Marco Ferreri, para asumir con maestría esta película inolvidable y profunda, iconoclasta y visionaria.
Michel Piccoli hacía prevalecer su libertad artística por encima de todo. No era ni burgués ni hombre tranquilo, y gustaba explorar todos los mundos posibles, los mundos de los demás, cineastas y dramaturgos, como Patrice Chéreau, Luc Bondy, entre otros, deseosos éstos de incluirlo en sus viajes universales. Es un actor que ha viajado mucho, más que otros, por un cine universal, llevado por la curiosidad, la camaradería, por el amor por su trabajo más que por su ego; pues Piccoli nunca se mostraba narcisista, le gustaba, más que a otros, «formar parte de la troupe», algo que aprendió sin duda cuando trabajó con Jean Renoir en French Cancan, en la época en que acumulaba papeles secundarios, tanto en el cine como en el teatro, antes de que se diera a conocer ante el público con El desprecio, en el año 1963, cuando ya rondaba los cuarenta.
Hay que decir que Michel Piccoli nunca fue un «joven actor novel» , ya que supo esperar pacientemente su momento, aceptando papeles secundarios con Jean-Pierre Melville (El Confidente) y Costa Gavras (Los raíles del crimen), entre otros. El personaje de Paul que interpretó en El desprecio, el guionista casado con la maravillosa Camille (Brigitte Bardot), que no sabe muy bien qué pinta en la adaptación americana de «La Odisea» en Roma, en los estudios de Cinecittà, y luego en la casa de Malaparte, junto al mar, nos dejará para siempre grabada en la pantalla la imagen de un hombre despreocupado, y con sombrero, en referencia al personaje de Dean Martin en Como un torrente, dirigida por Vincente Minnelli.
Godard tuvo la genial idea de asentar esta imagen de Michel Piccoli, y el papel le abrió las puertas a la segunda parte de su magnífica carrera. Y luego vino el «Don Juan» de Marcel Bluwal en la televisión, en el año 1965, que creó la otra imagen de Piccoli, la de un hombre licencioso con un habla perfecta y una elegancia natural. Imagen que volvemos a encontrar tanto en el cine de Buñuel como en el de Michel Deville o de Pierre Granier-Deferre donde Piccoli riza el rizo en Une étrange affaire, una película del año 1981.
Familiar e inquietante, soberano y dominante, todo a la vez. También hay que mencionar su voz, única, profunda, potente. Una voz que no se olvida, una de las voces más bellas del cine. Tampoco hay que olvidar sus momentos de cólera, en casa de su amigo Sautet; de hecho, un día me cayó una buena, más fuerte que un trueno, en la época en que presidía la asociación Primer Siglo del Cine, que yo animaba junto a Alain Crombecque y en la que él era el presidente.
Deberíamos también recordar las películas que dirigió, ya tarde, cuando se puso al otro lado de la cámara: Alors voilà (1997), La Plage noire (2001) C'est pas tout à fait la vie dont j'avais rêvé (2005), todas ellas escritas junto a Ludivine Clerc, su mujer. Son éstas unas películas sombrías y saltarinas, serias, como si pidieran perdón por existir. Sin querer molestar. Igual que Michel Piccoli.
El grandísimo, enorme Michel Piccoli.