En Roma, al amanecer, cuando todo el mundo duerme, hay un hombre despierto. Este hombre se llama Giulio Andreotti, que no duerme porque tiene que trabajar, escribir libros, vivir una vida mundana y, en última instancia, rezar.
Tranquilo, astuto, impenetrable, Andreotti lleva en el poder en Italia cuatro décadas. A principios de los años noventa, sin arrogancia y sin humildad, inmóvil y silencioso, ambigüo y reconfortante, avanza inexorablemente hacia su séptimo mandato como presidente del Consejo. Con casi 70 años, Andreotti es un gerontócrato que, igual que Dios, no teme a nadie ni sabe lo que es el miedo servil, acostumbrado a ver este miedo en el rostro de los que le rodean. Su gozo es frío e impalpable. Su satisfacción es el poder. Con el que vive en simbiosis. El poder que le gusta es el poder fijo e inmutable, el de siempre. En el que todo, las batallas electorales, los atentados terroristas, las acusaciones calumniosas, resbalan sobre él a lo largo del tiempo, sin dejar huella. Él permanece insensible e inmutable frente a todo. Hasta que el contra poder más poderoso de este país, la Mafia, decide declararle la guerra.
Entonces, las cosas cambian. Hasta para el inoxidable y enigmático Andreotti. Pero, y esa es la cuestión, ¿las cosas cambian o solo en apariencia?
Una cosa es segura, es difícil hacer un rasguño a Andreotti, el hombre que se mueve por el mundo mejor que nadie.